miércoles, 31 de diciembre de 2014

LA MALA HOSTIA DE FLORES




La mala hostia de Flores.

 

Sant Boi de Llobregat, 13 de mayo de 2014
 
 




CAPÍTULO I.


Se despertó con la boca pastosa. La noche anterior se había pasado. Su médico se lo había repetido hasta la saciedad: «no debes cenar tan copiosamente, las digestiones no son buenas mientras duermes. Si acaso, cena pronto».
No es que no le hiciera caso, el problema era que su trabajo no le permite establecer horarios fijos en las comidas.
Se calzó las zapatillas y se enfundó la ropa que había dejado preparada para salir a correr. Supuso que sería una buena forma de empezar el día y darle a su corazón la oportunidad de aguantar unos años más con buena salud. 
Dicen que cuando cumples los cincuenta te das cuenta de que ha pasado medio siglo y que has agotado más de tu media vida; entonces lamentas no haber hecho según qué cosas, cosas para las que ya no estás apto del todo. Y a los sesenta crees que tienes todo por hacer y que te queda poco tiempo para hacerlo. Ezequiel se encontraba en el ecuador de eso a lo que se suele llama “la década prodigiosa”. Estaba, en la mitad de ese puente de vida en el que quieres intentar recuperarlo todo y en el que te preparas para pasar a la siguiente y última etapa de tu supervivencia.
Era un día soleado, a punto de iniciarse las siempre esperadas actividades locales que se organizaban durante esas fechas. Feriantes, comerciantes y, por supuesto, el inmenso número de asociaciones culturales y gastronómicas de la villa, gozaban de las constantes visitas de sus vecinos y de miles de personas llegadas de otros pueblos que, como hormigas soldado, por las calles, avenidas y parques de Sant Boi recorrían gustosas el inmenso trayecto mientras disfrutaban de cada una de las diferentes exposiciones. Millares eran los interesados en recorrer el extenso y basto itinerario. En los tenderetes y carpas expuestos a lo largo del recorrido, sus ocupantes, muchos de ellos ataviados como requería la parada en la que estaban, mostraban con entusiasmo sus productos deleitando las miradas de los curiosos e interesados mientras trataban de despertar el suficiente interés para que los adquiriesen.
Los transeúntes se abarrotaban delante de cada uno de los tenderetes y expositores, desfilando en fila india con un paso lento como si tratara de una procesión en semana santa.
Se agradecían los cálidos y brillantes rayos de sol a los que el clima nos tenía acostumbrado por esas fechas. Venían bien. Su sola presencia de ese astro luminoso parecía regalar un plus para empezar la actividad diaria, aunque siempre existía el temor de un cambio radical. Ese mes, es por excelencia muy variable en lo que respecta a su climatología. Estábamos a muy poco de abandonar el otoño y pasar a las temperaturas más frías del año, causa por lo cual, conlleva cambios tan bruscos que a nadie extraña pasar de la manga corta a la bufanda y abrigo, incluso a tener que utilizar el siempre engorroso paraguas. Se contaban muchas ocasiones en las que el cielo había roto a llorar y sus lágrimas habían deslucido la formidable y esperada exhibición de fuegos artificiales de final de fiesta. Un excelente momento de pirotecnia musical a la que el ayuntamiento nos tenía acostumbrado. Algo muy esperado por todos los santboianos y visitantes, era el cierre, el colofón y remate de esa festividad anual.
Una hora fue la que dedicó a correr hasta El Prat de Llobregat. Había elegido hacerlo por el paseo del río. Normalmente por las mañanas solía correr por la zona de Marianao y subir hasta la ermita de San Ramón, era más duro, pero esa mañana no se había levantado como para un esfuerzo así y eligió una pista más llana.
Le sorprendió encontrarse a tanta gente corriendo, caminando e incluso en bicicleta. A veces le llamaba la atención la cantidad de personas que hacen deporte. Se imaginó que eso y la buena alimentación que conlleva la cocina mediterránea, debía de ser uno de los principales motivos por los que cada día el español es más longevo. Él quería estar en esa lista y contribuyó a ello con quince minutos de abdominales y flexiones y una serie de estiramientos; algo fundamental para evitar lesiones.
La ducha fue estimulante y el desayuno reconstituyente. Recogió la cocina y le hizo un nudo a la bolsa de basura orgánica. Tenía que tirar en los contenedores un buen número de plásticos y envases de cristal que había ido acumulando durante toda la semana. Vivir solo tiene ese inconveniente, pero muchas ventajas.
Ahora le tocaba la parte dura del día. Trabajar.

 
 
 
 
 
CAPÍTULO II.
 
 
Ezequiel se había visto con el señor Manuel López en dos ocasiones, un miembro del tejido empresarial catalán, afincado en Cornellá de Llobregat que, según le argumentó, además de estar pasando problemas por culpa de la consabida crisis, -como a la mayoría de empresarios y ciudadanos de a pie-, se le sumaban los quebraderos de cabeza que le proporcionaba algunos de sus trabajadores.
En este caso en particular, se trataba de un comercial cuya honradez profesional había desaparecido durante el último año.
El motivo de quererle contratar se debía a que había descubierto que ese empleado llevaba una línea de producto paralela a la que ellos explotaban. Les estaba haciendo competencia desleal y habían contabilizado que las pérdidas ocasionadas durante el último ejercicio por ese motivo, ascendían a varios cientos de miles de euros.
Para Ezequiel, era algo habitual el investigar al personal que trabajaba en ese tipo de departamento. Solían hacerse con una cartera de clientes y, con el paso del tiempo, se creían dueños de la misma; razón por la cual acababan pensando que, gracias a su esfuerzo y trabajo, estaban haciendo rico al empresario que en su día les había contratado. Un error al que llegan demasiadas personas. «Posiblemente por puro egoísmo o prepotencia profesional», pensaba Ezequiel.
El tal señor López, quería resolver de una vez ese dilema y demostrar sus fundadas sospechas para tomar las medidas oportunas y ponerlo de patitas en la calle. Lo tenía muy claro. No soportaba ser engañado por una persona a la que le había otorgado su plena confianza.
Unos días antes, ese empresario había acudido a la agencia con la intención de explicarle el asunto y conocer cuál sería el coste de la investigación; cosa que pareció satisfacerle ya que, dos días después, le llamó de forma urgente para que la iniciara.
Quedaron en verse en el Hotel Eurostars Lex de la calle Buenos Aires de L’Hospitalet. Así se lo pidió de forma expresa porque, esa misma mañana, tenía, en una de las salas de ese hotel, una reunión con sus abogados y los directivos de una industria alemana con los que iba a firmar un proyecto muy importante.
Ezequiel aceptó, aunque le fastidiaba la arrogancia que exhalan por los poros algunos empresarios creyéndose el ombligo del mundo. Pero la facturación por aquel servicio valía la pena.
No consiguió llegar antes que su cliente, a pesar de que habían quedado a las nueve y media. Cuando llegó -a las nueve y veinte-, el señor López ya estaba sentado en una de las mesas del vestíbulo.
Sobre la mesa tenía una taza de café vacía y el sobre de azúcar sin abrir. La luz era tenue a pesar de la cantidad de lámparas de diseño que colgaban del espectacular techo. El hall olía a uno de esos ambientadores caros y la música que sonaba era de "Miles Davis", que aunque no recordaba cuál era, sabía que pertenecía al álbum "Kind of Blue".
A su cliente lo encontró enfrascado frente a un portátil, ensimismado en la pantalla, junto a un montón de documentos y un sobre blanco en el que pudo leer, en letras grandes, “LEANDRO VICENTE”.
—¡Buenos días! —dijo Ezequiel situándose frente a él y al mismo tiempo que le extendía la mano.
—¡Hola!, Buenos días —su cliente se quitó las gafas y se levantó para corresponder al saludo.
—Perdón, no le he visto llegar. Estoy aquí luchando con este ordenador que…
—No se preocupe. El trabajo tiene eso. A veces nos absorbe tanto…—Ezequiel trató de restarle importancia.
—No. Lo que ocurre es que estoy algo liado con este portátil. Es el de uno de mis abogados y tiene una configuración diferente a la mía ¿No sabrá usted, por casualidad…?
Ezequiel sin inmutarse, ni articular palabra, esperó a que terminara lo que pretendía exponerle.
—Se trata de encontrar un archivo en concreto. Un documento Word —le informó—. Es donde vienen todos los datos de mi empresa y los del trabajador al que tiene que seguir; tal como usted me pidió. También hay varias fotografías de él. Se las quería mostrar junto a otros datos que creo que le pueden ser de interés para el trabajo.
—Bueno, no sé. Probaremos a ver.
Ezequiel se sentó junto al cliente, tomó el ordenador y se dispuso a buscarlo.
Se fijó que en la pantalla tenía abierto un correo que supuso que aquel hombre estaba terminando de redactar cuando él llegó. Lo minimizó automáticamente para evitar leerlo y no parecer curioso, aunque no pudo evitar fijarse en que iba dirigido a una tal Amanda.
—Le minimizo este correo. Ya lo abrirá usted luego —le comentó para que su cliente se percatara de que así lo había hecho.
—Ah, perdón. Sí, sí. Estaba escribiéndole a mi secretaria de Madrid. Luego se lo enviaré, no se preocupe. Gracias.
A continuación Ezequiel estuvo tecleando para localizar el archivo en cuestión. Vio que, salvo en el lápiz de memoria, que no tocó, no había ningún archivo más. Tras preguntarle que si se trataba de ese único archivo documento “Leandro Vicente” lo abrió.
Estaba claro que sus abogados trabajaban con discos duros externos, un buen método de seguridad. Aquel ordenador no contenía más información que ese archivo.
—Menos mal. Temí haberlo borrado —contestó su contratante—. El caso es que ayer noche estuve repasando los datos para asegurarme que se lo había anotado todo y ahora no lo encontraba.
—Sí. Está aquí, pero… —hizo una pausa y se le quedó mirando—. Aquí no hay nada escrito. Está totalmente en blanco.
—¿Cómo? —su cliente, muy sorprendido, se acercó y miró cómo Ezequiel avanzaba en la pantalla sin que allí apareciese ninguna anotación.
Era cierto. No había nada anotado. Aparentemente, si había habido algo, lo habían borrado.
Por un instante, aquel hombre, parecía muy preocupado, pero reaccionó de inmediato.
—Pues eso debe ser que lo borré sin darme cuenta. Ya le he dicho que no entendía demasiado este ordenador. Mejor dicho, nada. Menos mal que lo imprimí antes de cerrarlo. —hizo una pequeña pausa, se incorporó en su sillón y continúo—. No se preocupe. Por favor, ponga el ordenador a un lado y coja ese sobre, toda la información que necesita está ahí.
Ezequiel, tal como le había indicado,  desplazó el portátil hasta la otra parte de la mesa y cogió el sobre. Se trataba del que había visto al llegar.
—Ábralo —añadió con un gesto enérgico aquel individuo.
De su interior Ezequiel sacó unas hojas y otro sobre -este, algo más pequeño-. En ellas había datos relativos a su cliente y al trabajador al que tenía que controlar. En uno de los folios habían hecho constar -con bastante detalle-, lo que se suponía que podría hacer aquel individuo. A continuación había impresas dos fotografías para que pudiera identificarlo sin problemas. El otro sobre estaba con la solapa abierta. Ezequiel pudo comprobar que contenía varios billetes de cien euros.
—Cuéntelo —dio aquel tipo—. Asegúrese de que están los dos mil euros que me pidió como adelanto. No vaya a ser que también me haya equivocado en eso.
Ezequiel sonrió sin articular palabra y procedió a contarlos. Una vez revisado, dio su aprobación y guardó el sobre en el bolsillo interior de su americana. A continuación empezaron a comentar el asunto. Debía empezar el trabajo al día siguiente.
Aclarados todos los pormenores de la investigación, para cerrar la solicitud del encargo, Ezequiel puso sobre la mesa el contrato. En él constaban todos los acuerdos, los datos de ambas partes y la cantidad recibida como provisión.
—El original es para usted —comentó Ezequiel en un tono seco y serio—. Si es tan amable, firme esta copia, por favor —añadió en el mismo tono.
Él mismo le entregó un bolígrafo que se sacó del bolsillo donde acababa de meter el sobre con el dinero.
Firmado el documento lo dobló, guardó el bolígrafo en el mismo lugar y se despidió formalmente.
Para nada se imaginaba Ezequiel lo que le iba a deparar aquella investigación. De saberlo jamás la hubiera aceptado.
 
 
 
 

 
CAPÍTULO III.

 
Al salir, en la calle, el cambio de temperatura le pareció una bofetada de aire frio en la cara. De buena gana se hubiera quedado dentro del hotel. Allí dentro se estaba de maravilla. El cielo estaba plomizo y amenazaba lluvia. Se subió la solapa de la chaqueta, para taparse la nuca y emprendió la marcha.
A pocos metros de la puerta, se encontró con Julio Marzo, un compañero de profesión. Se saludaron y decidieron entrar en una cafetería que había justo enfrente.
Cando llevaban unos diez minutos sentados, charlando amigablemente, a través de la ventana, observó que su cliente salía del hotel y que se dirigía caminando hacia la esquina, donde, en ese justo momento, se detenía un Citroën C4 de color azul eléctrico con capota negra y se subía a él.
Ezequiel se fijó que llevaba el abrigo puesto y un maletín en la mano. Aquello le extrañó muchísimo, pues recordaba que le había comentado que, acto seguido, tenía una reunión muy importante en una de aquellas salas. La sorpresa fue tanta que incluso se lo comentó al colega con el que estaba, el cual, también se percató en cómo se subía en aquel vehículo y se marchaba aparentemente con mucha prisa.
No le dieron mayor importancia pero les llevó un buen rato de tertulia por esa extraña causa.
Al día siguiente Ezequiel, preparado para iniciar la vigilancia, se personó en la dirección de donde debía de salir su objetivo. Eran las siete de la mañana.
Ezequiel se dio cuenta que controlar la salida de aquel edificio iba a ser algo complicado, como en tantas otras vigilancias, así que intentó localizar el vehículo que se suponía que tenía que coger.
Lo encontró cerca de la puerta. Estacionó junto a él y esperó a que su objetivo fuese a por él. El cliente le había comentado que no se movía sin su Volkswagen Golf HDI, de color negro y tenía mucha razón; era poco más de las diez de la mañana cuando lo vio salir del edificio y dirigirse al coche. Vestía un traje de color gris marengo, corbata azul marino con unas finas rayas azules, camisa blanca y unos lustrosos zapatos negros que brillaban de forma exagerada. De su brazo izquierdo llevaba colgado un abrigo negro de paño y con su mano derecha tiraba de una maleta de ruedas. A Ezequiel no le gustó ese detalle, no le hacía gracia hacer grandes desplazamientos en coche y mucho menos tener que dormir fuera de casa, aunque, como siempre, iba preparado para ello por si acaso.
A simple vista, aquel hombre, parecía un ejecutivo, pero Ezequiel detectó que la ropa no se la había comprado en una tienda del Paseo de Gracia, olía a mercadillo. El metro ochenta de aquel tipo y su corte de pelo, que no sobrepasaba el "uno" de la máquina eléctrica, le hacía pensar que parecía más un cobrador de morosos que un comercial, pero aquello no era algo que le debiese importar, o al menos eso ignoraba él.
 Durante la primera hora no hizo nada de interés, y no tenía nada que ver con su trabajo, se limitó a almorzar en una cafetería mientras leía la prensa. Más tarde hizo un par de compras en un centro comercial.
Al salir, empezaron los problemas.
Se trasladó directamente hasta el aeropuerto, entró en la zona de aparcamientos de la T2, sacó su equipaje del maletero y se dirigió hacia la Terminal.
Ezequiel se vio obligado a estacionar de forma precipitada. Lo tuvo que hacer todo lo rápido que podía y salir corriendo tras él.
Tuvo suerte, pudo dejarlo cerca. Encontró un hueco y eso no era algo que sucediera demasiadas veces; la Ley de Murphy suele estar en contra de los de esta profesión.
Cuando lo alcanzó de nuevo vio que se encaminaba hacia uno de los mostradores de despacho de billetes del Puente Aéreo, donde comprobó que adquirió uno y que no facturó su equipaje de mano.
Él le imitó.
Mientras esperaba el momento del embarque, llamó al cliente y le puso en antecedentes.
—No sabía que tuviera que ir esta semana a Madrid, no contaba con ello, pero puede ser normal, va dos veces al mes —le comentó el señor López—. Seguro que acudirá al Hotel Colón. Me imagino que usted habrá tenido que dejar su coche en el aparcamiento del aeropuerto.
—Así es, y no se crea que sin problemas —espetó con queja Ezequiel.
—¿Él ha ido en coche o en taxi?
—En coche ¿Eso tiene alguna importancia? —quiso saber Ezequiel.
—Sí, mucha. Eso significa que va solamente para un par de días. Seguro que vuelve mañana. Cuando va para quedarse más días, suele tomar un taxi, así no deja el vehículo tanto tiempo en el aparcamiento del aeropuerto, es caro y no se lo permitimos.
—El problema será localizar un coche para poderlo seguir por Madrid. No sé si él alquilará uno en el mismo aeropuerto o si se moverá en taxi. —le comentó el detective con preocupación.
—Ya se lo digo yo —argumentó de forma contundente y muy seguro de lo que decía—. Cogerá un taxi en el aeropuerto y cuando llegue al hotel tendrá uno de alquiler; como siempre hace. Usted por eso no se preocupe, yo me encargo que cuando llegue al Hotel tenga también un vehículo a su nombre. En recepción se lo tendrán todo preparado, coche y habitación para dos días. Usted solo tendrá que pagarlo. Ah, y no se preocupe, si por lo que sea tiene que dejar el coche y la habitación antes; yo le abonaré esos gastos en cuanto me traiga la factura y el informe.
—Perfecto. Gracias. Le dejo, ya le iré informando.
A Ezequiel le encantaba ese tipo de servicios en los que no había problemas de dinero. Normalmente, los clientes actuaban de forma contraria. Cierran el grifo al máximo y cuesta cobrar los gastos extras. Pensó que ese personaje debía estar fastidiándole mucho dinero como para no reparase en ese tipo de gastos que iba a comportar el vigilarlo. Tenía mucho interés en poder pillarlo y echarlo a la calle, y así se lo hizo saber una vez más:
—Por favor, no lo pierda. Es importante saber dónde acude, qué hace y con quién se ve. He de suponer que visitará a clientes nuestros, pero seguro que se dedicará también a esa actividad ilegal que está llevando a cabo. Tenemos que probarlo. No me falle.
—Descuide —dijo Ezequiel y colgó.
Si Ezequiel hubiera podido imaginar lo que se le venía encima, no hubiera cogido aquel avión.

 
 
 
 
 
CAPÍTULO IV.

 
Todo ocurrió tal y como le había comentado su cliente. Como ensayado.
Llegaron al hotel directamente y en recepción ya le tenían preparada una reserva a su nombre y un coche de alquiler. Tuvo suerte, le dieron la 130, junto al ascensor, mientras que Leandro tenía la 132.
El detective dio un vistazo rápido a su habitación y bajó inmediatamente, solo quería asegurarse de que estuviera hecha y que no oliese a tabaco, era algo que no podía soportar.
Al bajar se dio prisa y fue hasta donde le habían dicho que se encontraba su coche. Se lo habían dejado estacionado en una de las plazas de la entrada.
Metió el equipaje de mano en el maletero -no quiso dejarlo en la habitación, por si acaso, podría no volver- y se dirigió a la cafetería.
Era un lugar agradable y señorial a pesar de ser de tres estrellas. Los sofás, de piel de vaca, eran de dos plazas y cada uno estaba situado frente a una mesa de mármol imitación a "Carrara".
Ezequiel se apresuró a pedir un sándwich de jamón york con queso y una Coca-Cola y se sentó a que bajara su objetivo. Sabía que podría no tener posibilidad a comer en otro momento.
 Pasada más de media hora hizo acto de presencia aquel individuo y lo hizo con una cartera de cuero negro en la mano: sin detenerse, pero sin risa, se dirigió directamente hasta un coche estacionado cerca de donde  Ezequiel tenía el suyo. Se colocó el cinturón de seguridad y con calma se puso en marcha.
Circuló tranquilamente por la M-30 hasta la salida A-5, por la que tomó la Avenida América. Cinco minutos después, en esa misma avenida, detuvo el coche en una explanada y estacionó.  El detective pudo hacerlo sin problemas, había muchas plazas libres.
Su objetivo, al salir del vehículo, empezó a andar, aunque a Ezequiel le extrañó que lo hiciera sin la cartera de cuero que había bajado de la habitación.
Aquel tipo se dirigió andando hasta una terraza protegida por unas mamparas de madera y cristal y provista de una de esas estufas para que los clientes no pasen frío y puedan fumar. Era algo más de las tres de la tarde cuando se reunió con dos hombres. Le estaban esperando.
En ese lugar permanecieron comiendo y tomando copas. Si estaban tramando algo evidentemente el no podía enterarse, así que se limitó a sacar todas las fotografías posibles para que su cliente los pudiese identificar.
Aquellos tres individuos, después de permanecer allí sentados, durante cuatro horas, y animados por los efectos del alcohol, se levantaron y se marcharon, en el coche de Leandro, hasta una zona de bares de la calle Orense.
Después de dar varias vueltas, entraron en un local de ambiente donde los únicos contactos que establecieron fueron las tres chicas que de forma insistente le pidieron que les invitaran a una copa, cosa que consiguieron, pero que para Ezequiel no eran el prototipo de persona a la que hubiera acudido aquel hombre para establecer ningún tipo de negocios con ellas, y menos de competencia desleal, aunque leal tampoco parecía serlo, -al menos para el que subió dos veces al reservado con dos de ellas-.
En aquel antro, continuaron bebiendo hasta pasadas las once de la noche, momento en el que Leandro decidió dar por acabada su fiesta. Dejó a sus acompañantes y se dirigió con el coche en dirección al hotel.
Un par de calles antes de llegar, se detuvo y se dirigió hasta un restaurante donde, sentado a la barra, se comió un bocadillo.
Ezequiel esperó en el coche durante casi media hora, hasta que salió, pero en lugar de acudir hasta el vehículo, aquel individuo caminó en dirección al hotel. Una vez en la puerta, no entró, pasó de largo y estuvo dando vueltas por el parque que había al final del paseo. Ezequiel supuso que lo hacía para que se le pasara el efecto que le habría producido la ingesta del alcohol que se había tomado.
Tres cuartos de hora después, entró en el Hotel.
Cuando se aseguró que entró en su habitación, el detective decidió ir buscar el coche donde lo había dejado estacionado, tenía la bolsa con una muda dentro del maletero y no le apetecía dejarlo en la calle. Madrid no le parecía seguro.
Al llegar donde había estacionado, pensó que se había equivocado, no lo encontró. Pero al darse cuenta de que no era así y estar seguro de no haberlo dejado aparcado en un lugar prohibido, y que se lo hubiera podido llevar la grúa-, se dio cuenta que le habían robado el coche.
Eso era lo último que le podía pasar. Nada más le faltaba eso. Con lo bien que le estaba saliendo todo y la suerte que estaba teniendo.
Debía denunciarlo, pero también era necesario conseguir otro vehículo para poder seguir a su objetivo cuando saliera por la mañana. Así que decidió ir a recepción lo antes posible para desde allí a la policía y pedir otro vehículo. Tenía que solventar ese conflicto lo más rápido posible.
Cuando entró en el Hotel, había dos individuos en el mostrador de recepción hablando con el recepcionista, y con el guardia de seguridad, así que optó por subir antes a la habitación, asearse un poco y bajar enseguida. Estaba cansado y no hacía demasiado buen aspecto.
Nada más llegar a la puerta de la habitación vio que del pomo colgaba el letrero de “NO MOLESTEN”. Le extrañó porque él no lo había dejado puesto. Al momento pensó que se había equivocado de habitación.
Se aseguró. Aquella era la suya.
Metió la tarjeta en la ranura y el LED de color verde se encendió liberando el anclaje. Empujó la puerta y entró.
La televisión estaba encendida, aunque con el volumen muy bajo. Aquello le alarmó en exceso.
Entró con cuidado; fue entonces cuando pensó que aquello debía ser un espejismo.
Aquello no podía estar pasándole. Debía estar soñando. En su cama, totalmente desnuda, se encontraba estirada una mujer rubia. Una rubia de unos escasos treinta años, con unos pechos como globos -visiblemente operados-, pero muerta.






CAPÍTULO V.
 

Aquella chica tenía el cuello rebanado. La habían degollado. Las sábanas estaban totalmente empapadas en sangre. Sangre de una mujer a la que él no conocía de nada. Absolutamente de nada.
Perplejo, continuó de pie en el centro de aquella fría estancia, sin moverse, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar. No lo entendía.
Sobre la mesa escritorio, junto al televisor, vio que había un portátil encendido en el que correteaban, de arriba abajo y de izquierda a derecha, estrellas de diferentes tamaños y colores.
No quiso tocar nada, algo raro estaba pasando y que se escapaba de toda lógica, pero debía actuar. Se preguntaba qué debía hacer cuando de repente llamaron a la puerta.
—Toc, toc. —se escuchó.
Fueron dos golpes secos que alguien daba con sus nudillos.
Acto seguido, la voz grave de un hombre.
—Señor Castillo… ¿Puede abrir la puerta, por favor?
No lo dudó ni un momento. Tenía que responder, pero debía hacerlo de una manera segura e inteligente. No abriría hasta prepararse una posible huida.
Abrió la ventana y luego contestó, cabía la posibilidad de que se viese obligado a tener que saltar por ella. No tenía ni idea de quién era el que quería entrar.
—¿Quién es? —respondió Ezequiel.
—Policía. —la voz sonó como de ultratumba.
Era la misma voz. Detrás de él se escuchaba como un rumor. Había alguien más.
—Si son policías podrán abrir ustedes mismos —les dijo él.
Se hizo un silencio. Unos segundos más tarde se escuchaba el sonido de cómo alguien metía una tarjeta en la ranura y automáticamente se desbloqueaba la puerta. De un empujón se abrió de par en par.
Ezequiel no vio a nadie, solo asomaba el cañón de un revólver. De repente, de forma intermitente, pudo ver la cara de un hombre de unos cincuenta años que miraba hacia dentro y volvía a protegerse. Una acción muy policial que le hizo sospechar que podrían ser polis de verdad, pero se preguntaban por qué estaban allí y cómo podían saber lo que acababa de descubrir él.
—Muéstreme la placa —dijo Ezequiel para asegurarse.
Cuando la vio, levantó las manos, se puso en mitad del pasillo y les dijo que podían entrar. Comprobó que eran los dos individuos que había visto en recepción cuando llegó minutos antes.
—Soy detective. No conozco de nada a esta mujer. Me han tendido una trampa —dijo de forma r/ápida y continuada, pensando que tenía que darle esa información lo antes posible, aunque no sabía si valdría la pena.
Aquellos policías no daban crédito a lo que estaban viendo y escuchando, pero optaron por dialogar con él, aunque con todas las precauciones del mundo. Sin arriesgarse.
—Caballero. De momento túmbese en el suelo con las piernas abiertas y las manos en la nuca.
Obedeció. No tenía otra posibilidad. Uno de los agentes le apuntaba con el arma mientras el otro se acercaba a la chica y, aunque su estado parecía evidente, le intentó buscar el pulso en una de sus muñecas.
No lo consiguió. Estaba muerta.
Tras ponerse en contacto por radio con su comisaría y explicarles lo que habían encontrado, solicitó que se lo comunicaran al juzgado para que pudieran proceder al levantamiento del cadáver y que acudiera un equipo de la científica.
El temple y sangre fría de Ezequiel, aun estando allí tirado en el suelo respirando los microbios de la moqueta a la que, de forma urgente, reclamaba una aspiradora, le sirvió para intentar persuadir y convencer a aquellos agentes de que él no tenía nada que ver en aquella muerte.
—Vamos a ver. Sé que estáis haciendo vuestro trabajo y tenéis que presumir que soy yo quien ha matado a esa chica, pero dejadme que os haga una pregunta: ¿Quién os ha llamado? Aquí se supone que solo he entrado yo. Soy el primero en descubrirla y..., yo no he sido.
Ambos se miraron sin saber si debían contestarle. Finalmente, el que hacía las veces de jefe accedió a darle una respuesta.
—Hemos recibido una llamada informando de que un hombre había entrado en el aparcamiento del hotel y que al bajarse del coche golpeó a una mujer obligándola a entrar hacia la zona de acceso a las habitaciones. Cuando hemos llegado hemos preguntado en recepción si había algún cliente con el vehículo que nos habían descrito por teléfono y hemos comprobado que se trataba del suyo. Por eso hemos subido. El resto deberá explicarlo usted, aunque creo que es muy evidente.
Estaba claro que le habían utilizado, pero ignoraba quién y por qué.
Por supuesto, Ezequiel era consciente que le iba a costar mucho convencerles.
 
 
 
 

 
CAPÍTULO VI.
 
 
Tenía que ser rápido y muy convincente, así que lo probó. Era su única salvación.
—Sé que no servirá de nada decirles que yo no tengo nada que ver. Sé que les costará creerme, pero es así —hizo una pausa y los agentes la respetaron esperando que continuara—. En primer lugar, creo que tendríamos que salir de la habitación y dejarla libre para que, cuando vengan los del juzgado y sus compañeros de la científica, puedan hacer su trabajo y encontrar huellas y vestigios suficientes que demuestren que yo no he sido. Si les parece les explico todo lo que yo he hecho desde que he llegado al hotel y por qué estoy aquí; de esa manera podrán comprobar lo que les digo.
Aquellos dos policías se miraron sin decir ni una palabra. Optaron por dejarle continuar.
—Para empezar, el coche me lo han robado. Lo dejé fuera estacionado y cuando fui a buscarlo, antes de subir a la habitación, ya no estaba.
Aquel poli soltó una carcajada exageradamente ruidosa.
—Ja, ja... Para empezar, "como tú dices", vamos mal. Tu coche está abajo estacionado en una plaza del aparcamiento del hotel.
El hecho de que empezase a tutearlo era una mala señal; y que le hubiera dicho aquello, más todavía. Ahora Ezequiel lo empezaba a tener todo muy claro. Se trataba de algo muy bien preparado. Aun así, el inspector Germán, que así se llamaba el que llevaba el peso de aquella pareja de policías, comprendió que lo mejor era dejar aquella habitación libre. Además, no era un buen lugar para proceder a realizar un interrogatorio, por lo que ordenó al guardia de seguridad que se quedara en la puerta para que no entrara nadie hasta que él se lo indicara y le pidió al joven que estaba como responsable del turno de noche en el hotel, que le indicara dónde había una sala para utilizarla mientras estuvieran allí.
El hotel no debía tener estancias mejores, o quizás no pare dejárselas a dos policías y a un asesino. La que les habilitó parecía un cuarto trastero aunque casi vacía. Uno de los policías le pidió que retiraran un cubo y una escoba que había en una esquina y dos cajas de cartón de ignorado contenido, también rogó que le trajeran una mesa y tres sillas. No olía mal, pero aún así el recepcionista tiro un poco de ambientador con un pulverizador. Aquello pasó de no oler a nada a tener un aroma de lavabo recién limpiado.
Cuando Ezequiel le explicó al inspector Germán su versión, este alucinaba. Aun así no llegaba a comprender el final de la historia ni el por qué lo habían elegido a él.
Para el colmo de males, el inspector mandó a su pupilo Raúl a que bajara y comprobara los datos de la persona que Ezequiel decía estar investigando y que había seguido hasta allí desde Barcelona.
Cinco minutos después subió diciendo que no existía ningún Leandro Vicente hospedado en el hotel y que la persona que ocupaba la habitación 132 era un tal José Luis Reyes, huésped que se había marchado esa misma mañana y que cuando llegó pagó al contado y que, por cierto, el hotel no tenía constancia de que tuviese ningún coche alquilado.
Todo se liaba cada vez más y las explicaciones de Ezequiel no parecían llevar a ningún sitio, al menos para su bien.
Después de que el forense hiciera su examen y el juez decretara el levantamiento del cadáver, los profesionales de la inspección ocular hicieron un espléndido trabajo encontrando varias huellas, pero inservibles.
Tenían claro que debían ser huellas y vestigios de los muchos clientes que habían pasado por allí. El servicio de limpieza no parecía ser tan extremado como para dejar aquello como una patena cada vez que la habitación cambiaba de huésped; como en la mayoría de hoteles.
De Ezequiel no encontraron ningún rastro en toda la habitación, salvo en el ordenador, en el cual, aparte de un archivo en blanco, existían varios correos que se le habían enviado, desde el correo "ezequielcastillo" de gmail, a una tal Amanda Montané; supuestamente una querida con la que parecía mantener, desde hacía tiempo, una relación un poco extraña.
Según aquellos mensajes, la chica era una mujer que trabaja en un club de alterne y a la que él, de forma insistente, le pedía que dejara esa profesión. El último mensaje que le había enviado era de ese mismo día y en él la amenazaba diciéndole que esa misma tarde la iría a recoger al club y que se la llevaría a vivir con él a Sant Boi.
Cuando bajaron al aparcamiento, Ezequiel vio que el coche que le habían alquilado, y que supuestamente le habían robado, estaba allí, en el aparcamiento del hotel.
 No lo entendía. Aunque era obvio que si estaba allí, era porque alguien lo había llevado expresamente.
Observó cómo lo registraban con la intención de encontrar evidencias y así fue.
En el maletero había un sobre con los datos de la persona que, según él, estaba vigilando. En el asiento del copiloto encontraron varios cabellos de la fallecida que encontraron en su habitación y, sobre el salpicadero, sangre de la misma mujer. Alguien le había aplastado la cara allí.
Aun así, tampoco encontraron ninguna huella de él en el volante. Ni la de nadie. Aquello estaba más limpio que los antecedentes de un bebe. El que fuese se había encargado de esa parte de la limpieza.
Aunque nada cuadraba del todo, eran muchas evidencias en su contra. Lo tenía muy mal, pero para los policías aquello empezaba a apestar por todos lados, lo que hacía que el inspector Germán hiciera increíbles esfuerzos por creer a Ezequiel y tratar de tragarse aquella historia que le estaba contando. Le resultaba extremadamente complicado pasar por aceptable sus explicaciones.
Ezequiel tenía que insistir en hacerle comprender que aquello era una trampa que le había preparado alguien de forma expresa.
—Germán, no te conozco —le dijo Ezequiel—, pero me pareces un tipo que sabes reconocer a distancia a un asesino y diferenciarlo de uno que no lo es. Con el montón de pruebas que he dejado ¿De verdad te crees que me hubiera quedado en la habitación esperando a que me pillaseis? ¿Me crees capaz de cometer tantas gilipolleces? En el coche limpio mis huellas y en la habitación las dejo en el ordenador. Eso es absurdo.
El inspector se lo quedó mirando rascándose la barbilla.
—Supongo que no, pero...
En ese momento le sonó el teléfono a Germán.
Vio que era el equipo de investigación de su comisaría al que había encargado hacer unas gestiones y contestó retirándose unos metros.
Ezequiel empezó a ponerse nervioso, según fueran las noticias que le llegaran, se habían acabado sus posibilidades de quedar en libertad.
Iba a necesitar un buen abogado.

 
 
 
 
 
CAPÍTULO VII.
 
 
Cuando Germán terminó de hablar, entró de nuevo y se dirigió a Ezequiel.
—Te están creciendo los enanos. Me acaban de informar que, sobre las diez de la noche, fuiste al "Club Model’s" a recoger a la misma mujer que estaba muerta en la cama de tu habitación. Me han informado que ella trabajaba allí y hay cámaras donde se te ve llegar con el coche y a ella subirse en él ¿Qué tienes que decir a eso? —le preguntó con un tono de desconfianza y creyendo que para aquello no iba a tener respuesta convincente.
Ezequiel se quedó pensativo un segundo, pero enseguida reaccionó.
—¿Se me ve a mí, o al coche? —preguntó mirándole fijamente y sabedor de la respuesta que le iba a dar.
—Me han dicho que nadie bajó en ningún momento del coche. Pero ella debía saber que tú estabas abajo para recogerla. La podrías haber llamado antes.
—Claro. Pues entonces, si crees que es así, mira en mi móvil y comprueba si existe esa llamada. Debería estar —dijo Ezequiel tratando de defenderse.
—Sabes perfectamente que podrías haber utilizado otro móvil y haberte desecho de él —le replicó Germán.
—Sí, claro, y luego cometo el resto de errores. Soy un tío tan listo que me preocupo de tener dos teléfonos para poder llamar a esa tía y sin embargo, voy a buscarla, al puticlub donde trabaja, con un coche alquilado a mi nombre; cuando todo el mundo sabe que esos garitos tienen cámaras por todas partes—les miró, pero al ver que no decían nada, continuó—. Luego le doy una paliza en el mismo coche y seguidamente la remato en mi propia habitación; degollándola. Habitación donde, además, tengo un ordenador con mis huellas, y con todos los correos que le he ido enviando diciéndole que me la iba a llevar a Barcelona ¿Tú te lo crees?
Hizo una pausa que los policías respetaron mientras parecían digerirlo. De inmediato continuó porque nadie articuló palabra alguna.
—Puedes decir lo que quieras, pero sé que tú no te crees esa historia. Sabes igual que yo que es un montaje para encalomarme este marrón.
El pupilo de Germán alucinaba, no podía creer lo que allí estaba pasando, el asesino de aquella mujer y su jefe estaban enfrascados en una disertación sobre las posibilidades que existían para demostrar que él no había sido el autor y que alguien había montado aquel circo.
“Estos dos son mejores que el guionista de la película The Game”, pensó el ayudante de Germán.
—Vale, puede que hayan montado todo esto para que parezca que tú eres el responsable, pero tienes que aceptar que no te va a creer nadie. Tienes demasiados elementos en tu contra. Tendrás que demostrarlo, no te va a valer con explicarle al juez lo que me estás contando a mí. Sabes que eso no te librará.
—Lo sé, pero tú sí puedes ayudarme —lo dijo casi como pidiendo socorro—. Tú eres el único que puedes dar con los responsables de esto. Solo tienes que decidir si metes a un inocente en la cárcel o si realmente quieres meter en chirona a los que hayan montado este sarao. No será fácil, pero si me haces caso, esto puede acabar siendo para ti n servicio muy grande y a mí me salvas la vida. Piénsalo, por favor. Sé que puedes intentarlo.
Ezequiel empezaba a estar abatido.
Germán se le quedó mirando sin decir nada, luego miró a su compañero Raúl que, por cierto, lo estaba mirando con cara de búho -con los ojos como platos y la boca abierta-.
—¿Tienes algún plan maravilloso para salvarte o debo ser yo el que busque el salvavidas? —soltó Germán.
Ezequiel bajó la cabeza, colocó cada una de sus manos junto a sus orejas y clavó los codos en sus rodillas. Un minuto después se dirigió a Germán.
—Jefe —le dijo en tono cariñoso y mostrando que confiaba plenamente en él—. Déjame que piense un momento, no he tenido demasiado tiempo para hacerlo, aunque lo primero que se debería hacer es informar al juez y hacer que en la prensa salga que me han detenido, sin que salga mi nombre. Ellos deben estar esperando leer esa noticia. Si conseguimos hacerles creer que su plan ha salido a la perfección actuarán con normalidad. Estarán confiados.
Germán no dijo nada, esperaba que continuase.
—Hemos de saber quién es en realidad Leandro y si existe ese tal José Luis Reyes el que dices que figura como la persona que se inscribió en su habitación.
Tras un segundo sin que nadie dijera nada, Ezequiel continuó.
Sobre todo tenemos que averiguar quién es mi cliente; según me dijo, se llama Manuel López. Los datos de él, como los de su empresa, deben estar dentro del sobre que habéis encontrado en el coche, pero de todas formas lo tengo anotado en mi móvil, hice una foto a esa documentación. Es importante que sepamos quién y desde dónde han llamado para hacer mi reserva y la del que yo he venido siguiendo -se llame Leandro o José Luis-, tanto la del hotel como la de los coches alquilados. Estoy seguro que mi coche era un duplicado del que ellos han puesto aquí; es imposible que hayan podido ir a buscar a la chica con el que me han robado, traerla, golpearla contra el salpicadero, estacionarlo dentro del hotel y subirla a la habitación en tan poco tiempo. Han tenido toda la tarde para hacerlo mientras a mí, mi supuesto cliente, me hacía dar vueltas por Madrid siguiendo a un objetivo señuelo. Es evidente que mientras este se paseaba por el parque haciéndome creer que quería que se le pasara la borrachera, han metido el otro coche aquí dentro, han cambiado mis cosas del maletero y se han llevado el coche que yo conducía por eso no están mis huellas. Ellos debían tener las llaves de los dos vehículos.
Germán, escuchaba al detective como quien atiendo un monólogo. Lo hacía mientras iba asintiendo con la cabeza y, en una pequeña libreta que tenía al uso, iba tomando nota de todos aquellos detalles y pormenores que le estaban convenciendo.
Ezequiel le parecía de fiar y estaba dispuesto a apoyar su versión. No perdía nada. Si no podía probar que hubiese sido como él le estaba contando, ya tenía al culpable detenido.
Como, mientras escribía, no decía nada, Ezequiel optó por hacer un comentario más:
—Evidentemente, todo eso más lo que a ti se te ocurra; seguro que te vienen mejores ideas para traer luz a este asunto. Pero, ¡por Dios! Necesito que me creas y confíes en mí.
Germán tampoco hizo ningún comentario al respecto. Ni siquiera le miró. Simplemente lo pensativo. Debió aplicar la técnica de "ojos que no ven, corazón que no siente", aquí se ajustaban de maravilla.
—Ahora vengo —dijo Germán dirigiéndose a su compañero Raúl, mientras se daba la vuelta y se marchaba de aquella sala—. Quédate con el señor Castillo.
Antes de que se hubiese marchado, Ezequiel le agradeció su apoyo y sobre todo que no le hubiera puesto en ningún momento las esposas. Se lo hizo saber.
—Espero no equivocarme —dijo sin mirar atrás.
—Gracias. Mientras, trataré de refrescar mi memoria. A ver si recuerdo algo interesante que me ayude a mí mismo. Entiendo que "estoy más perdido que el barco del arroz".
Germán no pudo más que esbozar una sonrisa que solo supo él mismo.
Ezequiel por su parte permaneció compungido y pensativo, sentado en una incómoda silla de una deprimente salita donde ya empezaba a oler a hombre muerto. Mientras, su cancerbero Raúl, trataba de no perderle de vista para que no se le pudiera escapar´-él no las tenía todas consigo-. El hecho de que su jefe le hubiera quitado los grilletes, no le ayudaba.
Fue una larga noche.
Todos los del equipo de investigación de aquella comisaría estuvieron haciendo las diversas gestiones y comprobaciones que Germán les había encargado. Aquel caso podía acabar siendo el de un simple asesinato por parte de un detective gilipuertas que se había enamorado de una puta madrileña al que el asunto se le escapó de las manos; o bien uno de esos de dimensiones descomunales que acaban colocando medallas a toda una comisaría.
Raúl, sin embargo, aprovechó mejor el tiempo. Durante la custodia de Ezequiel, dio algunas cabezadas aunque intentó disimularlo.
Menos mal que durante ese rato Ezequiel estaba más pendiente de intentar buscar algún motivo para averiguar quién pudiera haber querido meterle aquel embolado, que por intentar huir.
 
 
 
 

 
CAPÍTULO VIII.
 
 
A las nueve y diez de la mañana llegó Germán con dos compañeros más. Traía una bolsa de papel llena de porras recién hechas. Detrás de él venía una de las camareras del hotel con una bandeja con tazas y una jarra humeante de café.
—Buenos días, chicos —Raúl se asustó y dio un brinco.
Todos se dieron cuenta de que lo había despertado; aun así, nadie dijo nada.
— Venga repongamos fuerzas —dijo el policía poniendo la bolsa sobre una de la única mesas de aquella diminuta sala.
—¿Cómo va el tema? —preguntó Ezequiel.
—Los chicos están trabajando en ello. Yo he echado una cabezada en la comisaría, sin descansar un mínimo no puedo trabajar y mucho menos pensar —dijo para quitarle hierro al hecho de que Raúl se hubiera dormido—. Luego les he llamado y me han contado cosas que ahora te explicaré, pero antes desayunemos.
Germán miró a Raúl. Se dio cuenta de que estaba hecho polvo.
—Anda, tómate el café y unas porras y márchate a descansar, te necesito dentro de tres horas como nuevo, y bien fresco.
Raúl se acercó a la mesa obedeciendo las órdenes de su jefe. No tardó ni cinco minutos en marcharse de allí.
Germán le explicó a Ezequiel que los que habían montado aquello debían ser unos especialistas. Lo habían preparado a la perfección y estaba seguro que debían tener un buen motivo para haber preparado aquel tinglado también organizado.
Mientras desayunaban siguió explicándole.
—En esta historia no hay nada ni nadie que sea real. No existe ninguno de esos individuos, ni siquiera la empresa de tu cliente. El número de teléfono, desde el que han llamado al hotel para hacer las reservas, es el de un marroquí que vivía en Cornellá y que hace tres años que murió en una cárcel de Barcelona, en la Modelo. El coche con el que han traído a la chica hasta el hotel, es de una empresa de alquiler de vehículos de Sitges que se llama ANEM y lleva robado desde hace tres meses, La propietaria, una tal Teresa, nos ha dicho que está denunciado y lo hemos comprobado, nos ha informado que ese mismo día les robaron dos vehículos de la misma marca y modelo. El servidor y la IP, desde donde se supone que tú le has ido enviando los correos a la chica, está dado de alta a tu nombre particular desde hace un año en un locutorio de Cornellá que lleva cerrado seis meses. El Golf con el que el supuesto Leandro fue hasta el aeropuerto de Barcelona, figura también como robado de una empresa de alquiler y a nombre de otro muerto.
En cuanto a la chica -la muerta-, se ha podido averiguar que llevaba trabajando en ese club solo desde hace tres meses; al parecer procedía de Barcelona pero nadie sabe de dónde concretamente, ni quién la llevó. Imagino que la traerían expresamente para este circo.
Ezequiel no tenía ni idea de todos esos datos pero había imaginado que los tiros debían ir por ahí, aunque aquello le empezaba a parecer demasiado grande y aún se preguntaba por qué a él.
—Chico, piensa —le dijo Germán—. Tiene que haber alguien con muchas ganas de meterte en el talego. Esto no lo han hecho porque sí.
Hasta ese momento habían podido averiguar que todo era un montaje de coches robados e identidades falsas, pero no tenían ningún dato para identificar a los responsables.
—Lo sé, pero no tengo ni idea de quién ni siquiera de por qué. Le he estoy dando mil vueltas al tema y no consigo nada. Yo no soy tan importante para nadie como para ese montaje. Se deben haber equivocado.
—Pues lo tienes muy mal. Está claro que te han preparado una trampa. Pero el juez no podrá eximirte de responsabilidad ¡Tienes que ponerte a pensar! Eres la única persona en este puto teatro a la que se le puede imputar este crimen. Está montado  a conciencia y lo fácil sería haberlo preparado tú mismo para que parezca una trampa y no se puedan encontrar a los verdaderos causantes y que pensaras que, de esa forma, nadie pagase por ello. Pero no va a ser así y lo sabes.
Ezequiel era consciente de ello.
—Lo he estado repasando todo paso a paso, desde que ese tal Manuel López vino por primera vez a mi despacho para interesarse por mis servicios, pero nada, no consigo atarlo.
Todo parecía una investigación normal.
Los dos se quedaron mirándose. Ezequiel continuó pensando en voz alta y lamentándose de haber sido tan ingenuo.
—¡Qué idiota fui! Me tragué que no sabía encontrar un archivo en el ordenador. Por eso estaban todas mis huellas en él. Era un ordenador preparado expresamente para mí. ¡Cabrones! —dijo lamentándose—. Todo estaba orquestado para que yo pareciese el responsable de este asesinato. Me hizo meter las zarpas y yo caí como un imbécil. Puse mis huellas inocentemente y…
De pronto Ezequiel levantó la cabeza y se quedó inmóvil, pensativo, con los ojos como platos.
 
 
 
 
 
 
CAPÍTULO IX.


Germán  y sus dos compañeros le miraban extrañados. Habían notado su reacción, pero esperaban a que reaccionase. Su cara era tan blanca como la leche.
De repente pegó un grito:
—¡MIERDA!
Germán lo miró totalmente atónito. Esperaba que explicase lo qué se le había ocurrido.
—¿Qué…? —dijo impaciente y nervioso Germán.
Los tenía en vilo, aun así tardo unos segundos en reaccionar.
—¡Ahora me cuadra todo! —acabó diciendo el detective— ¡Han cometido un fallo!, mejor dicho dos, pero…
—¿Qué pasa? Cuenta, cojones —exclamó Germán. Ezequiel había conseguido sacarlo de sus casillas.
—En el hotel, cuando mi cliente me encargó el tema y me entregó el dinero, le hice firmar un contrato y le dejé mi bolígrafo, él no tenía o no le dio tiempo a sacarlo, no lo sé, no lo recuerdo exactamente. El caso es que le deje mi bolígrafo.
—¿Y...? —dijo uno de los policías que acompañaban a Germán.
—Que debió dejar sus huellas en él —contestó Ezequiel.
—Y dónde coño está ese…
Germán no había acabado de hacer la pregunta y ya estaba abriéndose la chaqueta para que viera que lo tenía colgando de su bolsillo interior de la americana.
—Es este —añadió Ezequiel—, pero no lo voy a tocar. Necesitamos tomar las huellas para ver si tenemos suerte y salen. De esa manera podréis identificarlo.
Ezequiel estaba eufórico porque parecía tener algo. Aun así, a Germán le faltaba saber otra cosa más.
—Has dicho que han cometido dos fallos ¿Cuál es el otro?
—Ah, sí, perdona. Cuando salí del hotel me encontré con un amigo, un compañero de profesión. Ese detective y yo nos fuimos a tomar café enfrente del hotel. Desde allí mismo, por la ventana, pude ver como mi cliente salía y se montaba en un coche. Aquello me extrañó porque me dijo que me había citado allí porque esa misma mañana tenía en ese hotel una reunión muy importante con sus abogados y unos empresarios, pero claro, era mentira. En aquel momento no le di mayor importancia, se subió y se fue, sin embargo ahora está muy claro; le vinieron a buscar expresamente, estaba acordado.
—¿Recuerdas el coche?
Le preguntó Germán que empezaba a estar emocionado. Con aquella información podrían averiguar algo más.
Ezequiel intentó hacer memoria.
—Era un Citroën C4 —dijo el detective—, creo que azul marino, oscuro, no estoy seguro del todo, podría ser negro —pensó unos segundos y continuó—. Era uno de esos con el techo negro, la matrícula era..., déjame pensar…
Se esforzaba en hacer memoria. Era difícil, no había hecho nada por recordarla en aquellos momentos. Intentaba forzar sus neuronas. Tenía muy buena memoria fotográfica y debía conseguir traerla a su cabeza. Pero ahora, bajo aquella tensión, le resultaba muy complicado.
—Recuerdo que era nuevo y que en medio tenía dos números repetidos —comentó desesperado—. ¡Mierda! no puedo recordar con claridad.
—¡Inténtalo! Es muy importante —le animaba Germán—, con el dato de "dos números iguales en el centro" no hacemos nada. 
—Lo sé, lo sé.
Todos estaban a la expectativa, esperando un dato para poder empezar a buscar. De pie delante de él que estaba sentado en la silla, sudando y con las manos tapándose los ojos tratando de recordar. De repente dijo:
—Sí. Ahora recuerdo, acababa en 69, de eso estoy seguro.
—Pues si acababa en 69, y los del medio eran iguales, los tres últimos tienen que ser por narices el 669 —Dijo Germán intentando ayudarle y mostrando su astucia policial intuitiva.
—Sí, eso es, pero no recuerdo el primero —añadió Ezequiel.
—Y las letras ¿Recuerdas la serie? —preguntó uno de los agentes.
Germán decidió intervenir.
—Tienes que intentar recordar algo que sirva para encontrar algún dato que te libere. No podemos estar aquí todo el día. El Juez nos ha dado hasta hoy a la una. Si no conseguimos nada antes, debemos pasarte a disposición. Imagino que te ingresará en prisión preventiva hasta que  podamos demostrar algo en favor tuyo. Estamos hablando de un asesinato y tú sabes que tienes todos los números para pagar por ello.
 —Te juro que lo intento, pero no lo recuerdo. La presión no me deja pensar —dijo Ezequiel que ya empezaba a verse perdido y pagando por algo que no tenía ni idea a que venía.
La situación empezaba a ponerse tensa, Germán trataba de ayudar pero el tiempo jugaba en su contra. Había tenido el detalle de no llevarse a Ezequiel a la Comisaría y había trasladado a todo su equipo hasta allí, pero ya no podía alargarlo más. O solucionaba el caso, o cumplía con los requisitos habituales.
El silencio en la sala duró casi cinco minutos.
Ezequiel estaba abatido, Germán nervioso y sus dos ayudantes se miraban el uno al otro a la espera de que su jefe determinase  que hacer.
—Espera —dijo el detective de repente—, cuando mi compañero José María y yo estábamos mirando por la ventana de la cafetería, y le conté que me extrañaba que mi cliente se marchase de aquella manera, este, con sorna, se río y me dijo: “Cliente, Cabrón, Mentiroso” ¡Eso es!
—¿Qué tiene que ver eso ahora? —preguntó Germán alucinando con la tontería.
Nadie sabía a qué venía ese comentario y esperaban la explicación de Ezequiel.
—Me lo dijo porque ese era el juego de letras. La serie de aquella placa de matrícula era CCM. Lo recuerdo perfectamente, por esa misma ocurrencia nos estuvimos riendo un buen rato. La matrícula era  CCM.
—¡Qué bueno! —Germán no pudo evitar reírse de aquel comentario—. Perfecto, no te preocupes, nos falta el primer número pero intentaremos mirar esas diez placas y comprobaremos cuál de ellas pertenece a un C4. Espero que este no sea robado. Supongo que allí en Cornellá, como no sospechaban nada, no se habrían tomado tantas precauciones.
—Espera, déjame hacerle una llamada a mi colega, por si él lo recuerda —añadió Ezequiel algo más relajado.
Germán lo miró, dudando acerca de lo que debía hacer. Quería ayudarlo pero no podía dejarse engañar.
—De acuerdo, te dejaré el móvil. Llámalo, pero no le digas de qué va esto, solamente pregúntaselo —trató de ser lo más prudente.
Ezequiel entendió perfectamente por qué se lo decía. Asintió con la cabeza mientras marcaba.
Su amigo José María Abril respondió al cuarto tono. Cuando le preguntó si por casualidad se acordaba de la matrícula del coche aquel, le respondió:
—¿Cuál? ¿La del jodido Cliente, Cabrón, Mentiroso? —se acordó sin titubear—. Pues claro que me acuerdo, aún me estoy riendo de cómo te tomó el pelo. Fue algo muy simpático.
Ezequiel debía seguir con su consulta sin que le sonase extraño. No podía decir mucho más.
—Sí, pero necesito los números de la placa de matrícula ¿Los recuerdas?
—¡Coño! Eso no ¿Cómo me iba a acordar de eso? De las letras sí, por la coña ¿Qué pasa? ¿Es importante?
Germán, que previamente había activado el altavoz para escuchar la conversación, le hizo un gesto con la cabeza a Ezequiel para que no diera explicaciones.
—No. Es que estoy haciendo el informe y quería vacilarle para que se diese cuenta mi cliente de que estoy en todo y que me fijé hasta en ese detalle. Ya sabes…
—Pues lo siento tío, pero no me acuerdo. Solo sé que era capicúa, pero no recuerdo los números.
Nada más oír ese comentario se miraron Germán y Ezequiel y ambos hicieron un gesto de alegría cerrando los dos a la vez sus puños derechos con fuerza.
Ezequiel se despidió de su amigo sin poder explicarle el favor que le acababa de hacer. Sin saberlo le acababa de decir que la matrícula de aquel coche era 9669-CCM.
 
 
 

 

CAPÍTULO X.
 
 
Después de enviar el bolígrafo al laboratorio, para que tratasen de analizar la huella, y de que una hora más tarde le notificaran que pertenecía a un tal Fernando Martínez Ledesma, un tipejo con una amplia colección de antecedentes por diferentes delitos -entre otros, el de amenazas y coacciones-, Ezequiel -por la fotografía que le mostraron- lo reconoció como al mismísimo Leandro al que había estado vigilando.
Germán se pasó toda la mañana haciendo llamadas. Habló con el juez que estaba de guardia al que notificó sus intenciones. Después se organizó con los de su jefatura y contactó con el grupo de homicidios de Barcelona.
Fueron unos momentos muy intensos. A Ezequiel se le salía el corazón de la camisa. Ya ni siquiera notaba el frío de Madrid, y mucho menos, el olor a guarida que aquellos hombres habían dejado entre aquellas cuatro paredes del hotel.
De camino a Barcelona, durmieron en el avión, Raúl que se volvió a sumar al equipo, también hizo lo mismo en el asiento de atrás, sin embargo Paco, su otro compañero, estuvo leyendo la prensa y tratando de rellenar uno de los sudokus de El Periódico que le había entregado una azafata a la que no dejaba de mirar sus ojos azules y sonreírle cada vez que cruzaba por el estrecho pasillo.
Cuando llegaron a la comisaría de Barcelona, Manel Carrizosa, el compañero de investigación, les acompañó a una sala donde ya tenían detenidos a Fernando Martínez -propietario del Citroën C4- y a Agustín Landero, al que identificó inmediatamente como a su "cliente, cabrón y mentiroso" señor Manuel López.
Los policías del grupo de investigación de Barcelona le explicaron que cuando les dijeron de quién se trataba, dieron por hecho que sabían quién debía de ser su compinche, los conocían bien y siempre solían trabajar juntos. Más tarde se enteró que el mismo supuesto Leandro fue el que recogió al falso señor López en el hotel.
No había ninguna duda. Las posteriores gestiones fueron encaminadas a desarticular toda la trama. Landero había cantado a la primera de cambio, como vulgarmente se dice: “se cagó patas a bajo”.
Al señor López, tampoco hizo falta meterle una bolsa de plástico en la cabeza para que acabase derrotándose; aunque se la mostraron varias veces para que creyera que, en el caso de que no cooperase voluntariamente, sí que se la podrían acabar poniendo.
De su puño y letra escribió el nombre de todo los que habían intervenido en aquella operación, incluso facilitó el nombre de Agapito Segundo, un ex convicto que ocupaba el puesto de seguridad, o más bien de matón, en aquel puticlub de Madrid y que fue el encargado de darle pasaporte a Aurelia Márquez, una prostituta a la que habían descubierto que intimaba demasiado con un cliente y que tenía salidas -en plan particular- sin que los beneficios de sus servicios pasaran por caja.
Finalmente se pudo averiguar que todo aquello lo había planificado un tal José Flores Flores, un miembro de la comunidad gitana de Cornellá al que en su día le habían informado que, un detective llamado Ezequiel, había sido el que estuvo rondando por una de sus obras.
Realmente había sido así, Ezequiel, unos meses antes, había controlado -por encargo de una empresa de seguridad-, varias obras que un clan gitano controlaba como si se tratase de una empresa de vigilantes jurados y que les hacía competencia desleal.
Flores que aparentemente no tenía trabajo alguno, había montado una estructura empresarial en la que tenía a todos sus "hermanos" y "primos" trabajando para él.
El negocio, totalmente en negro, le funcionaba bien. Solo con el hecho de colgar carteles suyos en las obras, dejaban claro que se trataba de un recinto custodiado por un clan gitano y nadie se atrevía a entrar a llevarse ni un solo ladrillo de las obras. Pero ese no era el único “negocio” que tenía. De forma encubierta, era el encargado de la distribución -por todo el Baix Llobregat-, de la cocaína que venía directamente de Colombia.
Por eso de las casualidades -que a veces existen-, quince días después, la Guardia Civil descubrió que las hormigoneras que salían de aquella obra transportaban más de dos mil kilos de droga en lugar de hormigón.
El dispositivo policial incautó toda la mercancía y todos aquellos hombres fueron ingresados en prisión. A José Flores, aunque no le pillaron directamente con aquella en la movida, le condenaron a seis meses por colaboración necesaria.
Todos sabían que la pérdida más importante para Flores no fue por el medio año de privación de libertad, sino su prestigio en el mercado y el dinero de aquella mercancía que tuvo que reponer de inmediato si no quería que los colombianos dieran de comer a los buitres.
Después de aquello Flores señaló a Ezequiel como el responsable del fracaso de su negocio, y se la juró.
Cuando se supo todo y acabadas todas las detenciones, Germán, con toda la ironía y sarcasmo del mundo, le dijo a Ezequiel:
—¡Joder! ¡Qué mala hostia tiene ese Flores! ¿No?
 


-  F  I  N   -